Desinfectarse de la mente

Desinfectarse de la mente,
pero desinfectar en serio,
no mantenerla a raya,
como una enfermedad latente,
como una herida que supura
y cada tanto se cambia la venda
vieja y sucia,
que en realidad no sirve para nada,
porque se sabe que
lo que se quiere esconder
continúa ahí,
infectándose,
agrandándose,
colonizándolo todo a su antojo,
contaminando todo a su antojo,
tomando más y más terreno,
hasta abarcarlo todo.
Desinfectar es liquidar,
mejor dicho,
aniquilar,
al bicho que causó la herida,
sacarlo,
extirparlo,
echarlo,
así de violento como suena,
así de desagradable como se lee,
es deshacerse de lo enfermante
y de lo putrefacto.
Es quitar y limpiar,
es revolver en viejas heridas,
es sufrir y maldecir,
y, ¿a quién se puede culpar
por no querer hacerlo?
Porque ahí empieza todo,
ahí es cuando inicia el gran embrollo,
poner fin a las trampas de la mente
es, en primer lugar,
tener la voluntad
de querer sanar,
estar finalmente,
agotado de sangrar.
Escritos Febriles
Gente de plástico y conversaciones hechas de humo